viernes, 23 de octubre de 2015

Sólo es un cuento

Lo que sigue a continuación lo quiero compartir. Simple. En parte corresponde a cosas que sucedieron y en parte es un invento. Sea como sea, quería contarlo como un cuento en noche de invierno y fuego que es mi entorno más querido. 

Y porque cuando un punto sale a caminar suele convertirse en una línea.



El monje volvió a su ciudad y abrió un dojo. Lo pintó de blanco, enmoquetó el suelo, puso un altar en el centro de la pequeña habitación con su incienso, sus velas, su buda, su foto del maestro sentado en la postura, tan antigua como el mundo, de la meditación. A los lados colocó la campana grande, el tambor de madera con forma de pez. Caligrafió el roble con el que, golpeándolo, se llama al zazen tradicionalmente. Lo colgó en el gaitán, la pequeña antesala del dojo donde los monjes, y también los no monjes, cambian su ropa de calle por otra más apropiada para la meditación... lo hermoseó todo y se sentó a esperar.

Primero fueron sus amigos quienes probaron la vieja técnica con la que el hombre roza su espíritu. Más tarde aparecieron los amigos de los amigos, después llegaron algunos que ni siquiera se sabía de dónde venían, tal vez era solo que habían oído campanas... El dojo floreció: había cristianos, izquierdistas, esotéricos, gente de ninguna parte y gente que buscaba un poco de paz para sus almas inquietas o enfermas.

El monje enseñaba las cosas del zen. Y transcurrió un tiempo glorioso.

Un día la mujer del monje se enamoró de otro hombre y quiso separarse de él. Y poco tiempo después el monje se quedó sin trabajo también y entonces la vida entera se le puso difícil y el dojo, como contagiado de su desánimo, se fue desflecando. De vez en cuando, se sacudía un poco, se estremecía, como queriendo recuperar fuerzas o algo de vida. Pero estaba, ya, tocado por el dedo blanquecino y blando de la tristeza.

El monje intentó rehacer su vida y su corazón dolorido con una mujer que por aquellos entonces comenzó a practicar zazen en el dojo. La mujer pidió ser ordenada como monja. Tenía una firme decisión de andar el espíritu hasta donde la condujera. Pero el monje, a aquellas alturas de su vida, ya solamente quería descansar y se había sentado en una piedra al lado del camino. La monja tiraba de él, él se afincaba en la piedra. La monja le señalaba sus miedos como quien señala la luna. El monje estaba tan cansado que había dejado de querer mirar, ni de cerca ni de lejos, las honduras de su corazón. En realidad solo quería dejar de mirar y así se le fueron quedando los ojos: obscuros y lejanos hasta que casi desaparecieron. Terminaron rompiendo su relación de amor y la monja se quedó sola con su apuesta y un amor hecho pedazos. Y el monje encontró otra mujer más. Una mujer con nariz de bruja y olfato de buitre. Pequeña pero poderosa como la noche.

Una tarde de invierno, casi a punto de asomar la primavera, el monje dijo: “Este dojo se cierra, ya no es un dojo del buda, aquí solamente quedan demonios, solo hay pescado podrido con el que no se podría ni tan siquiera hacer una mala sopa”. Eso dijo.

Los pocos que quedaban en el dojo sintiéndose ofendidos y sopa podrida se fueron. Todos menos la monja. 
Pasó el tiempo. Mañanas de zazen inquieto en primavera. 
Pasó el verano ardiente. Llegó el otoño nostálgico. 
Las nubecillas de incienso se helaron durante el invierno. Y la monja se fue arrebujando bajo su kesa, se fue quedando pequeña bajo su kesa. Apenas le quedaba otra vida que no fueran las mañanas de meditación con su, en otro tiempo, compañero enamorado y un trabajo que solamente le servía para comer. Escasamente el kesa y su voluntad le proporcionaba el aliento suficiente para llegar al siguiente campo de invierno y respirar el mismo aire que su maestro por ver si conseguía reunir ilusión, por si la vida volvía a ser mágica. Y solo por ello y sus votos, continuaba una práctica peor que solitaria.

Tal vez fuera por eso, tal vez por la fuerza de la meditación, o tal vez porque era el tiempo, sucedió que su historia más antigua y más escondida, fue subiendo a la superficie como las burbujas de un gas viejo y maloliente hasta que sintió que se ahogaba. Entendió que no podía seguir más ella sola y en aquel campo de invierno solicitó una entrevista con su maestro.

Pasó la noche entera intentando dar forma a una pregunta. Haciendo con sus sensaciones, sus pensamientos y necesidades una interrogación compacta, cargada de todo lo que roía su corazón. Hizo un trabajo de fina artesanía, como destilar orujo o pulir jade. Buscó palabras que señalaran sus anhelos, sonidos que dibujaran en el aire su angustia. Ensayó timbres de voz y movimientos del cuerpo que mostraran, sin lugar a dudas, su soledad. Pero al amanecer todavía no había conseguido ni una sola pregunta que no llevara cosida en su forro la respuesta.

Los tambores que todos los días saludaban la mañana, batían con ritmo de corazón caliente o de sangre espesa. El corredor que daba la vuelta al Templo estaba vacío, silencioso, venteado. La monja lo recorrió con paso ligero y todos los músculos de su cuerpo tensos. Ante la puerta de la habitación del maestro una mano sutil apretó su garganta hasta hacerla jadear. Juntó toda su determinación en el puño con el que golpeó la puerta avisando de su llegada y sin esperar respuesta, la empujó. Su maestro estaba allí, sentado con toda la sabiduría que la monja le suponía y con algo más que al principio no supo definir y más tarde le llamó cansancio. Se inclinó ante él, las manos unidas a la altura de su corazón. El maestro sonrió y le devolvió el saludo.

¿Qué es?, preguntó el maestro.
Y un torrente impetuoso inundó el pensamiento de la monja, tan turbulento que era agua sin forma, barullo, silencio salvaje pugnando por convertirse algo parecido a las palabras. El alma se le apelotonó en un instante ante la puerta de su boca empujando para salir aunque fuera hecha hilillos. Y balbuceó apenas porque su cuerpo se negaba a conseguir otra cosa más definida por más que su voluntad quisiera, ordenara, amenazara. Así que se echó a llorar que es lo único que se puede hacer con la impotencia: llorarla.

Ssssss, calmó el maestro, nada es tan importante. Cambiará, seguro. Y comenzó a
preparar un algo con agua y hierbas en un pequeño brasero, concediéndole tiempo al tiempo para que su discípula se tranquilizará y recuperara el control de sus emociones. Cuando la infusión humeó la sirvió en un pequeño cuenco del color del barro y se la ofreció cuidadosamente con ambas manos. Cuenco sobre cuenco. La monja la aceptó agradecida y sorbió un poco. El maestro sorbió de la suya.

Estoy cansada, atinó a decir al fin.

Y tienes miedo. Sí, la Vía es simple pero no es fácil. Para andarla se necesita fe y constancia, solo eso. A veces se vuelve abrupta, a veces es un camino sobre hierba fresca. En el fondo no es más que andar, sea en la forma que sea, no hay diferencia en el hecho de andar, siempre es poner un pie delante de otro y se avanza, inevitablemente. Es la Ley. Y su mirada planeó sobre los ojos bajos de la monja que se empapaba de consuelo. Añadió con dulzura: ¿Te sientes sola?.

Estoy, remarcó, sola.
Así estás. ¿Cuál es la pregunta?, desbaratando el maestro por completo la mente de la monja. Seguía sin haber una pregunta digna que hacer. El ovillo como hecho de pelos que residía en su estómago desde hacía meses se hizo más grande y más seco y más enmarañado.

Sácame de aquí”, musitó al fin, sintiéndose hundida en el fondo de un oscuro pozo ponzoñoso. Estaba traicionando, y lo sabía, toda la educación zen recibida. Pero podía más, mucho más, el deseo de escapar de aquel hoyo viscoso. Pensó que el maestro se reiría de ella, que la diría cualquier frase absurda que ella se llevaría de allí para masticar y masticar durante horas y días. Pero sorprendentemente el maestro solo comentó:

Eso duele... más de lo que puedas imaginar”
Sácame de aquí”, insistió la monja, atisbando aliviada una mágica posibilidad de salir de aquel terrible lugar en su conciencia.
Si comienza no hay vuelta atrás y te puedo asegurar que vas a desear con cada fibra de tu cuerpo no haber empezado

Sácame de aquí”, suplicó, terca, en un torbellino de angustia porque sentía cómo la rozaba la locura y se estremecía de terror.

El maestro bajó la cabeza como reflexionando y luego la miró calculando su resistencia. Al poco pareció que se decidía y le advirtió: “Sea lo que sea que suceda no te apartes de ello. Sea cual sea el dolor que sientas no te retires. No te retires de nada de cuanto suceda. Cuando se vuelva tan difícil que creas que no puedes soportarlo, tan solo apóyate en mí. Yo haré lo que sea necesario. Recuerda que la única dirección posible es hacia delante. Que ni se te ocurra detenerte o espantarlo

La monja asentía con cierta urgencia.

Dime cuando estás preparada”. Y él mismo se puso en pie, dejando a continuación caer todo su cuerpo sobre las rodillas levemente flexionadas. Abrazó el aire con sus brazos como quien se amarra a un árbol y volvió las manos hacia el cielo. Le pidió su aprobación con los ojos.

La monja inclinó la cabeza. Desde luego que no estaba preparada, desde luego que no sabía qué debía hacer, pero toda ella, con violencia, necesitaba resolver aquel gran asunto.
El maestro entró en sus propias profundidades hasta alcanzar el lugar donde se remansa el espíritu, y entonó un sutra ronco que parecía nacido de las raíces de la tierra. Una hermosura de sonido simple que disolvió por un instante el tormento del corazón de la monja. Más hondo, más obscuro, más abismal, conduciéndola a un lugar protegido, blando, tibio, algo parecido a un útero, en el que se sintió a salvo. De pronto el maestro detuvo su voz un instante, apartó el aire de un manotazo y ordenó: “Tráeme tus muertos”.

Un rayo oscuro desordenó la reciente calma. Oyó algo parecido a un galope de caballos negros y el terror rompió contra su conciencia como una ola furiosa, pánico sin forma, pánico en estado puro, una sensación de ser culpable para siempre, sin redención posible. Se sintió aplastada por el peso del mundo, y ella estaba debajo de toneladas y toneladas de nada, una nada compacta y sólida como un planeta. Ningún lugar donde esconderse, ningún lugar a dónde ir, ninguna forma de dejar de ser. Y por todos los dioses, supo, que dejar de ser era lo único que anhelaba desesperadamente. No haber sido nunca o no serlo más. Pero se perseguía a sí misma en cada centímetro de distancia que intentaba poner entre ella y ella.
Durante el inicio de aquella batalla el maestro pronunciaba sin voz, articulaba en silencio, lo que supuso, con la escasa racionalidad que conservaba, que pudieran ser conjuros, o hechizos o encantamientos, más como un chamán que como un monje.

Al rato se peleaba con el viento, atraía enemigos, les rechazaba, se esforzaba, sudaba. Ella seguía paralizada por la terrible sensación de haberle pedido que desatara una fuerza más grande que cualquier cosa y que había estado anudada desde antes de que el tiempo tuviera memoria. Quiso detenerlo pero recordó a tiempo las instrucciones recibidas. Y entonces la tristeza que la inundó. Y toda ella no era más que tristeza. Supo que su maestro estaba luchando un combate a muerte por ella. Supo cuánto le amaba y, por saberlo, un dique se rompió en su alma y lloró una tempestad de lágrimas. A través del cristal de una de ellas le vió agazapado, alerta como un tigre en la oscuridad de la selva. Se quedó tan quieta como él. Y de pronto sus muertos aparecieron, uno a uno, con cara de muertos y olor de muertos. Lo vió como se ven los árboles o las montañas. Quiso huir pero su maestro la detuvo con el gesto de una mano mientras con la otra les daba a ellos la bienvenida. Les sentó a su lado. Les hizo hablar. Y el sonido de sus voces y sus relatos se fue colando despacio en el corazón de la monja haciéndose un hueco cómodo. Les supo tan tristes como ella misma, con el mismo miedo, las mismas ansias de pertenencia. Ella les preguntó cuándo y cómo y por qué. Ellos contestaron y escuchó historias viejas como el mundo. Desamores y desencuentros. Pobreza. Rabia. Traición. Tanto como hablaban, tanto se deshacían en jirones de niebla hasta que solo quedó el mero rastro de una huella.

La barrita de incienso terminó de quemarse despacio en un cuenco lleno de las cenizas de otras ocasiones, la pequeña punta incandescente se transformaba a la vista de cualquiera en un hilo de humo que avanzaba por el aire siguiendo caminos invisibles, esquivando o aprovechando corrientes de aire, meciéndose levemente sobre la luz tenue que entraba por la ventana orientada al Este. El maestro extendió un dedo hacia el aroma del incienso hecho niebla. Lo acompañó un trecho tan delicadamente que no hubo cambios. Al poco lo tocó. El humillo se estremeció y cambió de forma. No se escuchó ni una queja, ni un sonido. Se reagrupó y continuó avanzando. Al fin el incienso gris se desvanecía en nada, a la vista de cualquiera. Ni rastro de lo sucedido excepto un olor que los dos olieron y en los dos se quedó formando parte de sus recuerdos por los siglos de los siglos


viernes, 9 de octubre de 2015

Quiénes somos


Estos son los sobres que guardan los tesoros de nuestras vidas

siete músicos que desglosando son:
dos trompetistas,
dos trombonistas,
un chelo,
un(a)viola y
un contrabajista.
Una actriz,
un artesano,
dos psicólogas,
dos acupuntores,
dos médicos y
dos farmacéuticas,
una nutricionista,
cinco montañeros: dos en activísimo, uno en activo y dos recordando cordadas,
un filósofo que entiende a Heidegger,
un argentino que no es psicólogo
un profesor de educación física pero es mentira, es profesor de todo lo que puede y además cobra las cuotas como nadie las ha cobrado nunca en este dojo. Y lo hace bien.
una fotógrafa de las de en serio, que expone, que tiene firma y que firma autógrafos
un miembro de la masonería,
un ex-cura y dos ex-curas si se hubieran descuidado, que no, que no lo hicieron y terminaron en laicos y tan contentos
varios ex-monaguillos y
un buceador,
un especialista en marketing en una marca no muy conocida sino la más conocida del mundo en todo el mundo entero,
un kiosquero del que sé poco tirando a nada porque está en otro turno...

… en total 31 o más

Antiguamente por aquí anduvo un electricista,
una peluquera: la que más y mejor se equivocaba al cantar el hannya a quien debo mucho más que una carcajada porque cada vez que se equivocaba nos miraba de reojo y malhumor porque nosotros habíamos metido la pata,
una física que no sé en qué estaba especializada pero me da lo mismo porque la voy a adjudicar astrofísica o física de los materiales que es lo que más me gusta,
un escultor que además era rico riquísimo y de una de las buenas familias de la ciudad,
un informático...... de éste no voy a decir nada más porque nació el mismo día que yo y, claro, eso une mucho y resta objetividad ;)
otra farmacéutica pero de las de carrera no, de las otras y que sabe hacer cosas que no ejerce, 
un funcionario de hacienda polifacético, polisémico, hiperactivo e hiperproductivo
y otra de deportes de quien tampoco diré mucho más porque la gusta un poco, solamente un poco, el anonimato
y otro de la confederación hidrográfica del duero que se confeccionó un zafu relleno de gomas elásticas muy cómodo, aseguraba... ninguno de nosotros le creyó.
Un poeta especializado en Pessoa (grande, grande, grande),
Un filósofo especializado en Pessoa (grande, grande, grande),
La co-propietaria por vía filial de la empresa de tripas más grande de CyL, las que se usan para el embutido y que nos dejó temporalmente porque se enamoró en un santiamén de uno que se llamaba igual que ella y se querían tanto que los niños llegaron pronto y como es lógico y natural dejó de tener tiempo hasta para lo de respirar (cuánto la comprendo!),
una diva de la ópera, soprano para más señas. Soprano, insisto porque era y es soprano sobre todo y por encima de todas las cosas y como cualquier diva que se precie es: diva, diva y diva; la mejor diva que he conocido (vale que no he conocido muchas),
una pianista que conduce lo mejor que sabe y puede una academia de música de lo más exitosa. Más dura por fuera que por dentro y con quien compartí muchos de los acerados y acertados juicios en los que coincidíamos. Ella no es lo que se podría decir buena pero, y hablando de esto, ahora mismo en el dojo somos tres al menos que buenos, buenos, lo que se dice buenos........... no somos :))
una tarotista profesional.........


pero hay más, porque cada uno de los que he desgranado son mucho más que uno y mucho más que dos y porque hay muchos otros que por aquí transitaron y no se quedaron. Como no quedaremos ninguno de nosotros y porque en el fondo lo de menos es quiénes seamos o cuándo nos sentemos sin origen ni destino, que ya lo sé. Pero, en serio, qué bonitas son las historias humanas ¿no?. En fin. ¿Y en tu dojo? 

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