Lo que sigue a continuación lo quiero compartir. Simple. En parte corresponde a cosas que sucedieron y en parte es un invento. Sea como sea, quería contarlo como un cuento en noche de invierno y fuego que es mi entorno más querido.
Y porque cuando un punto sale a caminar suele convertirse en una línea.
El monje volvió a su ciudad y abrió un dojo. Lo pintó de blanco,
enmoquetó el suelo, puso un altar en el centro de la pequeña
habitación con su incienso, sus velas, su buda, su foto del maestro
sentado en la postura, tan antigua como el mundo, de la meditación.
A los lados colocó la campana grande, el tambor de madera con forma
de pez. Caligrafió el roble con el que, golpeándolo, se llama al
zazen tradicionalmente. Lo colgó en el gaitán, la pequeña antesala
del dojo donde los monjes, y también los no monjes, cambian su ropa
de calle por otra más apropiada para la meditación... lo hermoseó
todo y se sentó a esperar.
Primero fueron sus amigos quienes probaron la vieja técnica con la
que el hombre roza su espíritu. Más tarde aparecieron los amigos de
los amigos, después llegaron algunos que ni siquiera se sabía de
dónde venían, tal vez era solo que habían oído campanas... El
dojo floreció: había cristianos, izquierdistas, esotéricos, gente
de ninguna parte y gente que buscaba un poco de paz para sus almas
inquietas o enfermas.
El monje enseñaba las cosas del zen. Y transcurrió un tiempo
glorioso.
Un día la mujer del monje se enamoró de otro hombre y quiso
separarse de él. Y poco tiempo después el monje se quedó sin
trabajo también y entonces la vida entera se le puso difícil y el
dojo, como contagiado de su desánimo, se fue desflecando. De vez en
cuando, se sacudía un poco, se estremecía, como queriendo recuperar
fuerzas o algo de vida. Pero estaba, ya, tocado por el dedo
blanquecino y blando de la tristeza.
El monje intentó rehacer su vida y su corazón dolorido con una
mujer que por aquellos entonces comenzó a practicar zazen en el
dojo. La mujer pidió ser ordenada como monja. Tenía una firme
decisión de andar el espíritu hasta donde la condujera. Pero el
monje, a aquellas alturas de su vida, ya solamente quería descansar
y se había sentado en una piedra al lado del camino. La monja tiraba
de él, él se afincaba en la piedra. La monja le señalaba sus
miedos como quien señala la luna. El monje estaba tan cansado que
había dejado de querer mirar, ni de cerca ni de lejos, las honduras
de su corazón. En realidad solo quería dejar de mirar y así se le
fueron quedando los ojos: obscuros y lejanos hasta que casi
desaparecieron. Terminaron rompiendo su relación de amor y la monja
se quedó sola con su apuesta y un amor hecho pedazos. Y el monje
encontró otra mujer más. Una mujer con nariz de bruja y olfato de
buitre. Pequeña pero poderosa como la noche.
Una tarde de invierno, casi a punto de asomar la primavera, el monje
dijo: “Este dojo se cierra, ya no es un dojo del buda, aquí
solamente quedan demonios, solo hay pescado podrido con el que no se
podría ni tan siquiera hacer una mala sopa”. Eso dijo.
Los pocos que quedaban en el dojo sintiéndose ofendidos y sopa
podrida se fueron. Todos menos la monja.
Pasó el tiempo. Mañanas de
zazen inquieto en primavera.
Pasó el verano ardiente. Llegó el
otoño nostálgico.
Las nubecillas de incienso se helaron durante el
invierno. Y la monja se fue arrebujando bajo su kesa, se fue quedando
pequeña bajo su kesa. Apenas le quedaba otra vida que no fueran las
mañanas de meditación con su, en otro tiempo, compañero enamorado
y un trabajo que solamente le servía para comer. Escasamente el kesa
y su voluntad le proporcionaba el aliento suficiente para llegar al
siguiente campo de invierno y respirar el mismo aire que su maestro
por ver si conseguía reunir ilusión, por si la vida volvía a ser
mágica. Y solo por ello y sus votos, continuaba una práctica peor
que solitaria.
Tal vez fuera por eso, tal vez por la fuerza de la meditación, o tal
vez porque era el tiempo, sucedió que su historia más antigua y más
escondida, fue subiendo a la superficie como las burbujas de un gas
viejo y maloliente hasta que sintió que se ahogaba. Entendió que no
podía seguir más ella sola y en aquel campo de invierno solicitó
una entrevista con su maestro.
Pasó la noche entera intentando dar forma a una pregunta. Haciendo
con sus sensaciones, sus pensamientos y necesidades una interrogación
compacta, cargada de todo lo que roía su corazón. Hizo un trabajo
de fina artesanía, como destilar orujo o pulir jade. Buscó palabras
que señalaran sus anhelos, sonidos que dibujaran en el aire su
angustia. Ensayó timbres de voz y movimientos del cuerpo que
mostraran, sin lugar a dudas, su soledad. Pero al amanecer todavía
no había conseguido ni una sola pregunta que no llevara cosida en su
forro la respuesta.
Los tambores que todos los días saludaban la mañana, batían con
ritmo de corazón caliente o de sangre espesa. El corredor que daba
la vuelta al Templo estaba vacío, silencioso, venteado. La monja lo
recorrió con paso ligero y todos los músculos de su cuerpo tensos.
Ante la puerta de la habitación del maestro una mano sutil apretó
su garganta hasta hacerla jadear. Juntó toda su determinación en el
puño con el que golpeó la puerta avisando de su llegada y sin
esperar respuesta, la empujó. Su maestro estaba allí, sentado con
toda la sabiduría que la monja le suponía y con algo más que al
principio no supo definir y más tarde le llamó cansancio. Se
inclinó ante él, las manos unidas a la altura de su corazón. El
maestro sonrió y le devolvió el saludo.
¿Qué
es?, preguntó el maestro.
Y un torrente impetuoso inundó el pensamiento de la monja, tan
turbulento que era agua sin forma, barullo, silencio salvaje pugnando
por convertirse algo parecido a las palabras. El alma se le apelotonó
en un instante ante la puerta de su boca empujando para salir aunque
fuera hecha hilillos. Y balbuceó apenas porque su cuerpo se negaba a
conseguir otra cosa más definida por más que su voluntad quisiera,
ordenara, amenazara. Así que se echó a llorar que es lo único que
se puede hacer con la impotencia: llorarla.
Ssssss,
calmó el maestro, nada es tan
importante. Cambiará, seguro. Y comenzó
a
preparar
un algo con agua y hierbas en un pequeño brasero, concediéndole
tiempo al tiempo para que su discípula se tranquilizará y
recuperara el control de sus emociones. Cuando la infusión humeó la
sirvió en un pequeño cuenco del color del barro y se la ofreció
cuidadosamente con ambas manos. Cuenco sobre cuenco. La monja la
aceptó agradecida y sorbió un poco. El maestro sorbió de la suya.
Estoy
cansada, atinó a decir al fin.
Y
tienes miedo.
Sí, la Vía es simple pero no es fácil. Para andarla se necesita fe
y constancia, solo eso. A veces se vuelve abrupta, a veces es un
camino sobre hierba fresca. En el fondo no es más que andar, sea en
la forma que sea, no hay diferencia en el hecho de andar, siempre es
poner un pie delante de otro y se avanza, inevitablemente. Es la Ley.
Y su mirada planeó sobre los ojos
bajos de la monja que se empapaba de consuelo. Añadió con dulzura:
¿Te sientes sola?.
Estoy,
remarcó, sola.
Así
estás. ¿Cuál es la pregunta?,
desbaratando el maestro por completo la mente de la monja. Seguía
sin haber una pregunta digna que hacer. El ovillo como hecho de pelos
que residía en su estómago desde hacía meses se hizo más grande y
más seco y más enmarañado.
“Sácame
de aquí”, musitó al fin,
sintiéndose hundida en el fondo de un oscuro pozo ponzoñoso. Estaba
traicionando, y lo sabía, toda la educación zen recibida. Pero
podía más, mucho más, el deseo de escapar de aquel hoyo viscoso.
Pensó que el maestro se reiría de ella, que la diría cualquier
frase absurda que ella se llevaría de allí para masticar y masticar
durante horas y días. Pero sorprendentemente el maestro solo
comentó:
“Eso
duele... más de lo que puedas imaginar”
“Sácame
de aquí”, insistió la monja,
atisbando aliviada una mágica posibilidad de salir de aquel terrible
lugar en su conciencia.
“Si comienza no hay
vuelta atrás y te puedo asegurar que vas a desear con cada fibra de
tu cuerpo no haber empezado”
“Sácame
de aquí”, suplicó, terca, en un
torbellino de angustia porque sentía cómo la rozaba la locura y se
estremecía de terror.
El
maestro bajó la cabeza como reflexionando y luego la miró
calculando su resistencia. Al poco pareció que se decidía y le
advirtió: “Sea lo que sea que suceda no te apartes de ello.
Sea cual sea el dolor que sientas no te retires. No te retires de
nada de cuanto suceda. Cuando se vuelva tan difícil que creas que no
puedes soportarlo, tan solo apóyate en mí. Yo haré lo que sea
necesario. Recuerda que la única dirección posible es hacia
delante. Que ni se te ocurra detenerte o espantarlo“
La monja asentía con cierta urgencia.
“Dime
cuando estás preparada”. Y él mismo
se puso en pie, dejando a continuación caer todo su cuerpo sobre las
rodillas levemente flexionadas. Abrazó el aire con sus brazos como
quien se amarra a un árbol y volvió las manos hacia el cielo. Le
pidió su aprobación con los ojos.
La monja inclinó la cabeza. Desde luego que no estaba preparada,
desde luego que no sabía qué debía hacer, pero toda ella, con
violencia, necesitaba resolver aquel gran asunto.
El
maestro entró en sus propias profundidades hasta alcanzar el lugar
donde se remansa el espíritu, y entonó un sutra ronco que parecía
nacido de las raíces de la tierra. Una hermosura de sonido simple
que disolvió por un instante el tormento del corazón de la monja.
Más hondo, más obscuro, más abismal, conduciéndola a un lugar
protegido, blando, tibio, algo parecido a un útero, en el que se
sintió a salvo. De pronto el maestro detuvo su voz un instante,
apartó el aire de un manotazo y ordenó: “Tráeme
tus muertos”.
Un rayo oscuro desordenó la reciente calma. Oyó algo parecido a un
galope de caballos negros y el terror rompió contra su conciencia
como una ola furiosa, pánico sin forma, pánico en estado puro, una
sensación de ser culpable para siempre, sin redención posible. Se
sintió aplastada por el peso del mundo, y ella estaba debajo de
toneladas y toneladas de nada, una nada compacta y sólida como un
planeta. Ningún lugar donde esconderse, ningún lugar a dónde ir,
ninguna forma de dejar de ser. Y por todos los dioses, supo, que
dejar de ser era lo único que anhelaba desesperadamente. No haber
sido nunca o no serlo más. Pero se perseguía a sí misma en cada
centímetro de distancia que intentaba poner entre ella y ella.
Durante el inicio de aquella batalla el maestro pronunciaba sin voz,
articulaba en silencio, lo que supuso, con la escasa racionalidad que
conservaba, que pudieran ser conjuros, o hechizos o encantamientos,
más como un chamán que como un monje.
Al rato se peleaba con el viento, atraía enemigos, les rechazaba, se
esforzaba, sudaba. Ella seguía paralizada por la terrible sensación
de haberle pedido que desatara una fuerza más grande que cualquier
cosa y que había estado anudada desde antes de que el tiempo tuviera
memoria. Quiso detenerlo pero recordó a tiempo las instrucciones
recibidas. Y entonces la tristeza que la inundó. Y toda ella no era
más que tristeza. Supo que su maestro estaba luchando un combate a
muerte por ella. Supo cuánto le amaba y, por saberlo, un dique se
rompió en su alma y lloró una tempestad de lágrimas. A través del
cristal de una de ellas le vió agazapado, alerta como un tigre en la
oscuridad de la selva. Se quedó tan quieta como él. Y de pronto sus
muertos aparecieron, uno a uno, con cara de muertos y olor de
muertos. Lo vió como se ven los árboles o las montañas. Quiso huir
pero su maestro la detuvo con el gesto de una mano mientras con la
otra les daba a ellos la bienvenida. Les sentó a su lado. Les hizo
hablar. Y el sonido de sus voces y sus relatos se fue colando
despacio en el corazón de la monja haciéndose un hueco cómodo. Les
supo tan tristes como ella misma, con el mismo miedo, las mismas
ansias de pertenencia. Ella les preguntó cuándo y cómo y por qué.
Ellos contestaron y escuchó historias viejas como el mundo.
Desamores y desencuentros. Pobreza. Rabia. Traición. Tanto como
hablaban, tanto se deshacían en jirones de niebla hasta que solo
quedó el mero rastro de una huella.
La barrita de incienso terminó de quemarse despacio en un cuenco
lleno de las cenizas de otras ocasiones, la pequeña punta
incandescente se transformaba a la vista de cualquiera en un hilo de
humo que avanzaba por el aire siguiendo caminos invisibles,
esquivando o aprovechando corrientes de aire, meciéndose levemente
sobre la luz tenue que entraba por la ventana orientada al Este. El
maestro extendió un dedo hacia el aroma del incienso hecho niebla.
Lo acompañó un trecho tan delicadamente que no hubo cambios. Al
poco lo tocó. El humillo se estremeció y cambió de forma. No se
escuchó ni una queja, ni un sonido. Se reagrupó y continuó
avanzando. Al fin el incienso gris se desvanecía en nada, a la vista
de cualquiera. Ni rastro de lo sucedido excepto un olor que los dos
olieron y en los dos se quedó formando parte de sus recuerdos por
los siglos de los siglos
Hermoso
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