Inocencia

Decían que el tiempo no había tocado su piel durante el extenso territorio de sus más de cincuenta vueltas alrededor del sol, lo cual era falso porque su cara era un sinfín de senderos y bifurcaciones de senderos irradiando de ojos a orejas, de nariz a labio y de extremo a extremo de su frente. Pero era cierto que ese universo de pliegues y arrugas parecía algo distinto de la vejez vieja que se suele pensar que es la vejez olvidando, o sin haberlo sabido nunca, que hay una vejez hermosa, profunda y deseable; la forma de envejecer que se acerca a la muerte como a otro nacimiento, la de aquellos, (que son más de los que creemos) que envejecen como dios manda y logran hacer un arribamiento firme a su destino inexorable.

Ella sabía, aunque por varias razones no solía decirlo, que su piel era ignífuga, hidrófoba y que se las apañaba bien para que la suciedad no la tocara el corazón con sus dedos viscosos.

Lo que viene siendo una ingenua, para entendernos, iniciada en la Orden de la Santa Inocencia, y que por esa misma rara cosa poseía el tesoro secretísimo de la inmortalidad feliz sin tener ni idea de que lo tenía.

Que nunca aprendía del todo, o que lo que aprendía era lo justo, nada de conclusiones añadidas del estilo de “la gente es mala y contra mí” “el mundo es malo y contra mí”, no, lo que aprendía sin querer era que podían mentirle..... y salvarle la vida. Podían matarla...... y abrigarla del frío a costa de tiritar desnudos. Podían dañarla..... y sacrificarse por ella hasta más allá de lo razonable y hasta de lo imposible.

Inocente y por esa limpia estupidez que sostenía contra viento y marea de que lo humano también es sublime, candidata al reino de los cielos que sabe, porque lo sé yo que lo sabe, que tan sólo es una estación antes del Gran Salto.